miércoles, 19 de diciembre de 2012

La primavera del Itata

Vivió una época estelar con sus tintos aguerridos y blancos secos y florales, pero a partir de la segunda mitad del siglo XX los vinos del Itata quedaron atrapados en la oscuridad de los bares de mala muerte. El bajo precio de sus uvas, los fallidos proyectos de reconversión y el violento avance de las madereras, pusieron en jaque una tradición vitivinícola de cinco siglos. Hoy vuelve a salir el sol en el valle y sus vinos tradicionales reflejan un renovado fulgor.

Datos y citas históricas arrancados de “Viñas del Itata: Una historia de cinco siglos” de Armando Cartes y Fernando Arriagada

Tierra de paisajes sinuosos, de subidas y bajadas, de cruentas batallas entre españoles y mapuches, realistas y patriotas, entre héroes y gañanes, siempre a medio filo, a medio morir saltando, entre el júbilo y la desazón. Aquí empezó todo. En Itata se propagaron las primeras parras hace 500 años, descendientes de las canarias vitis destivalis y rotondifolia, cuando el conquistador Pedro de Valdivia le concede a Diego de Oro, su compañero de armas, cuatro cuadras para plantar viñas en los alrededores de Concepción.

Según Alonso de Ovalle, en su “Histórica relación del reino de Chile”, “por el fin del otoño, se coge el aceite y comienzan las vendimias, las cuales se hacen por el mes de abril, mayo y junio, de que se hacen generosos vinos muy celebrados (…). Entre todos, son mejores y de más estima los Moscateles; he visto algunos que, al parecer, son como el agua, tan claros y cristalinos como ella, pero el efecto es muy diferente en el estómago, porque lo calientan como si fuera aguardiente”.

Aquí también estuvo a punto de irse todo al carajo. Después de una gran época de esplendor, que convirtieron al puerto de Tomé en el principal exportador de vinos hasta la primera mitad del siglo XX, provenientes, en su mayoría, de productores de Ñipas, Quillón y Coelemu, comenzó un lento, pero progresivo período de decadencia, gatillado, en gran parte, por una lógica de mercado que no perdona, que no tiene contemplaciones, con la falta de innovación.

En un viaje organizado por la Asociación de Enólogos y Profesionales del Vino del Valle del Itata y la Asociación de Ingenieros Agrónomos-Enólogos de Chile, pudimos revisitar estos viñedos que agachan sus cabezas para esquivar el viento, que profundizan sus raíces en los lomajes del secano, fieros como el cacique Maulén, inclaudicables ante el paso del tiempo, que no se rinden ante la tiranía de los cepajes franceses ni ante el violento avance de los gigantes madereros.

“Todas estas viñas son tan bajas que los racimos tocan la tierra. Ellas están colocadas sobre colinas altas y no tienen otro riego que el de la lluvia”, escribe el jesuita Felipe Gómez de Vidaurre, allá por el siglo XVIII, cuando la orden religiosa contaba con numerosas haciendas de gran extensión, como Cucha-Cucha, Perales y La Ñipa, donde se trabajaba la tierra con fe ciega para celebrar lo divino y, sobre todo, lo mundano.

En ciertos rincones del valle podemos sentir que el tiempo se ha detenido. El Itata es una especie de museo viviente. Aún conserva intacta la identidad, la tradición más profunda de la vitivinicultura chilena, esa misma que hoy se busca con tanto ahínco, incluso desesperación, para subir el valor de nuestras cajas exportadas. En algunos bodegas de adobe, desparramadas por su accidentada topografía, se hacen los vinos en forma muy similar a como los hacían los adelantados españoles y los primeros ciudadanos de la república.

“Los caldos se guardaban en inmensos capachos de cuero de animal de vacuno, cocidos y amarrados con siguillas, a cuatro palos redondos, unidos por el exterior. Estos odres estaban sostenidos por cuatro horcones de 3 a 4 pies de alto, plantados en el piso de la bodega, en cada esquina del lagar. Algunos de estos aparatos tenían, en el cuero que formaba su fondo, un cañoncito hecho del mismo cuero que servía de llave para vaciarlo; otras veces, la llave era la cola de un animal”, relata Eugenio Pereira Salas en sus “Apuntes para la historia de la cocina chilena”.

Y alguien dejó la llave corriendo…

VINOS INCENDIADOS

En la bodega Batuco, que aún se mantiene en pie a pesar de los terremotos y los vaivenes del mercado, se respira humedad, tradición e historia. Entre sus grandes lagares y estanques de concreto, descorchamos muchos vinos de los alrededores, provenientes de pequeños agricultores que conservan y cultivan sus paños generación tras generación, como El Ciprés, Entre Valles, Paso Lento y Valle Oculto.

Sus Cinsault y País están marcados por el fuego. El incendio, que arrasó con miles de hectáreas en Itata y Bío Bío durante los inicios de la temporada 2012, cubrió de humo y ceniza sus notas de guindas ácidas. Fue una cosecha inusual, claro está. Aunque la nariz de un gastrónomo podría definir esas notas como merkén, confiriéndoles a los vinos una exportable personalidad, también tienden a uniformizar sus aromas y cubrir el carácter fresco y jovial de su fruta.

También probamos un sabroso vino de la casa, hecho a la que te crié en esas imponentes cubas de 2.300 litros. “Es lo que toman los bodegueros: una mezcla de País, Cinsault y Cabernet Sauvignon”, explica Edgardo Candia, un incansable enólogo de la zona, quien protagoniza un verdadero apostolado, brindando asesoría técnica a decenas de pequeños productores que quieren y necesitan rentabilizar sus producciones.

“Nosotros somos productores chicos, sin capacitación. Cuando vienen las empresas grandes, compran la uva y se la llevan; uvas para hacer vinos corriente, en garrafa, en tetra, en botellas de litro y medio. Parte de esa producción sale de los sectores de Coelemu y Guarilihue. Pero son las viñas grandes las que manejan los precios. Los que no queremos vender a esos valores hacemos vinos, pero el vino no tengo a quién vendérselo. Ése es mi problema. En este momento, los poderes compradores son las empresas grandes, y como nuestro vino es antiguo, arcaico, producido sin modernidad alguna, a la gente no le interesa comprarlo”, se queja amargamente Fabián Mora, productor de Guarilihue, entre las páginas de “Viñas del Itata”.

Subimos por un ensortijado y polvoriento camino hasta la cumbre de Cerro Verde, desde donde se puede observar esos sublimes viñedos que se arrastran y conviven con rosas mosqueta, moras y quillayes, intentando contener, a duras penas, la implacable e insigne invasión de los bosques de pinos. La pendiente es pronunciada. Nos imaginamos cargando esos orejones canastos de mimbre colmados de uvas durante la cosecha. “Aquí hasta las lagartijas se van de espalda”, comenta Candia.

En las alturas del Itata se cosechan las uvas más frescas del valle, ideales para elaborar esos exuberantes y secos Moscateles, esos vinos rozagantes en aromas y capaces de conservar graciosamente su acidez natural. Ya lo decía el viajero alemán Poepigg, quien recorrió la zona en 1828. “Por diversas razones, las provincias australes son mucho más aptas para la vitivinicultura que las del norte; el vino de Concepción supera en calidad a los de otras partes, y es muy solicitado en la capital. Por lo general, los vinos de Chile contienen una ley tan alta de alcohol, que se les pueden inflamar después de calentarlos un poco en un anafe…”.

QUÉ CONSERVAR

El río Itata fue el límite entre los mundos español y mapuche. Entre la visión conservadora y liberal. Hoy continúa con su vocación fronteriza, debatiéndose entre tradición e innovación. A lo largo de los últimos decenios, se han implementado muchas iniciativas para poder rentabilizar sus viñedos, como la creación de las cooperativas de Coelemu y Quillón. Esta última llegó a contar con 200 asociados de Ránquil, Quillón y Portezuelo, y bastante éxito con sus vinos de volumen y bajo precio, como las recordadas garrafas Don Francisco. Sin embargo, los complicados manejos administrativos y la creciente sobreproducción de vinos que hacía imposible competir con las grandes viñas del norte, hicieron que finalmente cerrara sus puertas en 2003 ya convertida en sociedad anónima.

Por otro lado, a través de incentivos estatales como el Programa de Cooperación a las Comunas Pobres, se intentó reconvertir y darle un mayor agregado a los vinos regionales. Con este objetivo fueron plantadas 200 hectáreas de Merlot, Cabernet Sauvignon y Carmenère. En Tropezón, en la salida sur de Coelemu, se construyó una gran bodega con cubas de acero inoxidable y sistema de frío. Pero nada de eso resultó. El valle, al parecer, se niega a torcer su tradición. Las llamadas cepas finas no se hallan. No se acostumbran del todo a los alambres y espalderas. Prefieren estar libres, ofreciendo, echando sus frutos sobre la tierra.

Otros productores como Renato Zenteno, propietario del fundo Coimaco, quizás la viña de tradición familiar más antigua de Chile, que se conserva en las mismas manos desde el siglo XVIII, ha logrado resultados comerciales satisfactorios con sus 40 hectáreas de Cabernet Sauvignon, Merlot, Carmenère y Chardonnay, distribuyendo sus marcas Valle Hermoso, Los Vargas y Los Encomenderos. Sin embargo, este descendiente del portugués Antonio Vargas no rehúye su historia. Todavía conserva 1,5 hectáreas de País que crecen en forma salvaje, abrazando árboles nativos y frutales.

Los Países de Zenteno, que deben sumar más de un siglo de antigüedad, sin duda son unos sobrevivientes. Guiados por la mano del hombre, han sabido adaptarse a las distintas condiciones y hacer frente al paso del tiempo, como tan bien lo describe Barros Arana: “(En Itata) rodeaban sus viñas de higueras, cuyo segundo fruto, el higo, casi no tenía valor alguno, y servía para atraer las aves, a fin de que éstas no hicieran mal a la uva”.

Otros esfuerzos para proyectar el patrimonio vitícola del Itata son los emprendidos por Claudio Barría. El enólogo, quien ha vinificado inspirados vinos de las zonas de Huara y Portezuelo, ahora se propuso convocar a un grupo de productores para intentar valorizar sus uvas de Moscatel y Cinsault, produciendo chispeantes vinos espumosos fermentados en botella.

“No había tradición de espumosos en la zona. Las uvas se cortaron prácticamente verdes. Es complicado. Anda a obligar a un antiguo que coseche sus viñedos el 29 de febrero. ¡Ni cantando! Pero aquí están los vinos y la idea es que haya un desarrollo sustentable para los pequeños productores. Ojalá algún empresario se anime a invertir en tecnología para montar un bodega y seguir haciendo estos vinos diferentes, con mucha historia y personalidad”, explica.

Las viñas tradicionales del Itata, como los nuevos emprendimientos como Errázuriz Domínguez, Chillán y Casanueva, sin duda conforman un paisaje único y muchas veces contradictorio, marcado por las imperecederas expectativas de volver colocar los vinos del valle en el sitial que les corresponde.

Bajo el puente de Ñipas, que atraviesa el caudaloso Itata, participamos como jueces del XVI Concurso del Vino y Muestras Tradicionales de Ránquil. Si bien compitieron las llamadas cepas finas, como Cabernet Sauvignon y Carmenère, fueron sus vinos tranquilos y secos en base a Moscatel y Cinsault los que se llevaron la mayoría de los aplausos. Productores como Piedras del Encanto, De Neira, Casa Nova y Adriana Torres, sin duda enseñan un camino, empinado y pedregoso, pero que puede arrojar luces sobre el futuro de esta denominación.

Como afirma el biólogo Humberto Maturana, antes de introducir cualquier innovación, debemos preguntarnos qué queremos conservar. En el caso del Itata, todo indica que la idea más innovadora no es otra cosa que ir al rescate de estos vinos tradicionales y darlos a conocer al mundo con toda confianza y orgullo.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Los otros tintos del Maipo

El Cabernet Sauvignon es la cepa emblemática del Maipo y de Chile, pero en los últimos años el Syrah ha irrumpido con mucha fuerza. ¿Qué pasa con el resto de los tintos del valle? Muy buena pregunta.

Qué duda cabe. El Maipo es la cuna de nuestra aristocracia vitivinícola. Aquí se produjo el quiebre. El antes y el después con la importación de las primeras cepas bordelesas en la segunda mitad del siglo XIX. Aquí se forjan algunas de las marcas más potentes de nuestra industria, toda una iconografía que se plasma en portentosos nombres como Don Melchor, Viñedo Chadwick, Almaviva, Domus Aurea, Lota, Carmen Gold, Santa Rita Medalla Real Reserva Especial, Intriga y House of Morandé. Aquí sueltan amarras esos verdaderos trasatlánticos de lujo que, empujados por los aires cordilleranos, han llevado el prestigio del Cabernet Sauvignon chileno a límites insospechados.

En Quebrada de Macul, pese a la irrefrenable presión inmobiliaria, aún se conservan los vestigios de esas primeras plantas que llegaron a nuestros país en los baúles de los empresarios mineros. A través de la línea Antiguas Reservas, creada en 1927 por Arturo Cousiño, incluso se puede paladear la travesía del Cabernet Sauvignon a lo largo de su historia. Precisamente Cousiño Macul, una de las viñas que mejor representa la reencarnación chilena del espíritu bordelés, hoy se abre a otras tradiciones vitivinícolas con el Syrah como protagonista. Esta cepa, que ha logrado su más fina expresión en el Ródano, ya es parte importante de la mezcla de Finis Terrae y muestra un atractivo potencial como varietal en los pies de Los Andes.

“Con el Syrah hemos obtenido grandes resultados en nuestro campo de Buin. Plantado en alta densidad sobre suelos no muy profundos, próximos a los faldeos cordilleranos, la cepa logra una gran concentración frutal. El resultado es un vino cárnico, elegante, muy distintivo”, afirma el enólogo Gabriel Mustakis.

El Syrah, sin lugar a dudas, ha encontrado su lugar en los distintos rincones del Maipo. Pero no sólo eso. También ha sido capaz de desarrollar diferentes matices muy reconocibles. En Quebrada de Macul, por ejemplo, Viña Aquitania sorprendió en 2010 con un vino de sinigual pureza y elegancia. Especiado y fresco, sin un minuto de guarda en barrica, este vino desterró al Carmenère que, a pesar de los esfuerzos de Felipe de Solminihac, no logró nunca madurar con propiedad en esta propiedad ubicada sobre los 600 metros de altura.

Aún más arriba, sobre los 800 metros, Haras de Pirque también ha demostrado que tiene mucho que decir con la cepa. En el extremo superior de estos viñedos en forma herradura, la enóloga Cecilia Guzmán logra en la línea Character un Syrah que equilibra muy bien una golosa personalidad con una acidez firme que denota un profundo sentido de origen. Más hacia el interior, sobre la terraza sur del río Maipo, el enólogo Enrique Tirado lleva la cepa a una dimensión hasta entonces desconocida. Su Gravas del Maipo, el más joven de los íconos de Concha y Toro, representa una maciza escultura de frutos rojos: un referente de concentración, fineza y profundidad en boca.

En el límite sur del Maipo Alto, en la zona de Huelquén, Pérez Cruz ha tomado la bandera del Syrah con mucha convicción, incluso izándola sobre el Cabernet Sauvignon en Liguai, la mezcla tinta que comanda el portafolio de la viña. En suelos de transición aluvio-coluviales, y en un viñedo expuesto al sol del poniente, el enólogo Germán Lyon embotella un vino colmado de frutos negros, con mucha pimienta y unos taninos firmes que evolucionan con desparpajo a lo largo de los años.

BUIN-SYRAH

Pero si hay una bodega del valle que se ha tomado muy en serio el Syrah es Viña Maipo. Con plantaciones de 1996, las más antiguas del valle y probablemente de Chile, esta cepa ha encontrado un lugar privilegiado a unas pocas cuadras del pueblo de Buin. Su enólogo Max Weinlaub no tiene duda alguna. Afirma que el Syrah, en términos cualitativos, es la segunda variedad del valle después del Cabernet Sauvignon.
“Equidistante entre la cordillera y el mar, con el paso del viento que se cuela por la cuenca del río Maipo y refresca las temperaturas, cosechamos las uvas para elaborar un Syrah muy complejo y completo. Su boca es sedosa y tiene mucho potencial de guarda. No es un vino que te deje botado a medio camino”, sostiene.

Los mejores cuarteles se emplazan en una terraza superior, conformada principalmente por depósitos de cenizas volcánicas. Las primeras plantaciones corresponden a los productivos clones 99 y 100. Si embargo, gracias a un puntilloso manejo vitícola, y a la implacable acción de los margarodes, el vigor de las plantas se mantiene a raya para embotellar un Limited Edition que se posiciona en el justo medio, entre los especiados vinos costeros y los voluptuosos representantes de Aconcagua o Apalta.

El Syrah es la cepa distintiva de Viña Maipo y una bocanada de aire fresco para un valle que se identifica poderosamente con el Cabernet Sauvignon. Con la incorporación de los cualitativos clones 300 y 174, plantados esta vez sobre patrones, la apuesta de Weinlaub es potenciar aún más esta cepa en Buin. “Cada zona tiene que ir mostrando lo mejor de sí. No tiene sentido tener Carmenère en todas partes. No podemos hacer de todo porque seremos buenos en nada. El Syrah, más que ninguna otra cepa tinta en el valle, se ha ganado un espacio importante”, afirma el enólogo.

CARMENÈRE Y OTRAS HIERBAS

Pese a que el Carmenère reveló su cara en Alto Jahuel, cuando el ampelógrafo Jean-Michel Boursiquot la identificó en los viñedos de Carmen, la cepa ha tenido una suerte dispar en el valle. En las zonas más cordilleranas cuesta apaciguar el excesivo protagonismo de sus pirazinas. Es una cepa añera. En las temporadas más cálidas, puede regalar vinos notables, pero no resulta fácil encontrar el balance entre los niveles de azúcar y la madurez de sus taninos. En la mezcla de Antiyal, por ejemplo, Álvaro Espinoza ha privilegiado siempre la fruta más sedosa del Carmenère de Isla de Maipo. Pero, poco a poco, el enólogo biodinámico le toma la mano a sus viñedos de Huelquén, donde aún dominan los Syrah y Cabernet Sauvignon, las dos cepas que conforman el ensamblaje de su segundo vino Kuyen.

Si bien hay pocos Carmenère que brillen en el valle, precisamente en Isla de Maipo encontramos la gran excepción a la regla. Aquí nace el primer vino etiquetado como Carmenère, correspondiente a la cosecha 1996, y a lo largo de los años ha sabido mantener un tremendo nivel de calidad. Hoy ese Carmenère se rotula como De Martino Alto de Piedras. Un vino que despierta los sentidos con su potente carga frutal, que recuerda guindas y ciruelas, pimienta fresca y tonos florales. En esos suelos profundos de origen aluvial, de arcillas rojas y piedras redondas, el enólogo Marcelo Retamal ha sabido mantener muy en alto esta solitaria estrella en el valle.

Fiel a su tradición bordelesa, el Maipo ha preferido insistir con el Merlot. “Recordemos, sin embargo, que en Burdeos el Merlot era una cepa de segunda categoría hasta la filoxera. Sólo dio calidad hasta que se injertó sobre patrones americanos y se puso en suelos arcillosos como en Saint-Émilion y Pomerol. Aquí tiene mucho potencial si se planta en zonas más frescas. Nosotros, para mí gusto, tenemos el mejor Merlot de Chile a partir de un material que importó Santa Carolina hace muchísimos años. Es el único Merlot que conozco que huele a Merlot”, afirma Alejandro Hernández, profesor, enólogo y propietario de Portal del Alto.

Y, ciertamente, en algunos rincones del Maipo, el Merlot se ha desarrollado con mucha prestancia y dignidad. Cousiño Macul, una de las pocas viñas chilenas que reniega del Carmenère, vinifica un excelente Antiguas Reservas y utiliza esta cepa como un importante complemento de su ícono Lota. Sin embargo, es en el llamado Maipo Medio donde ha experimentado un aire renovado. En el pequeño valle escondido de Cholqui, la joven viña Tres Palacios elabora uno de los mejores Merlot de Chile. En suelos de arcillas oscuras, muy compactos, pero con excelente drenaje, esta cepa hace gala de una gran concentración y balance entre azúcar y acidez.

Si bien el Cabernet Sauvignon, y en el último tiempo el Syrah, dominan la escena maipucina, este gran valle que se extiende de cordillera a mar deja espacio para que se desarrollen otras variedades con un alto potencial cualitativo. Aunque son escasas las hectáreas, el Cabernet Franc es una cepa que hay que tomar en cuenta y que logra grandes resultados en los campos de San Bernardo de Morandé y en Alto Jahuel de Santa Rita. También se extienden las plantaciones de Petit Verdot, no sólo para utilizarlo como un componente de mezcla, sino también para etiquetar un vino de alta gama, como es el caso de Chasqui de Pérez Cruz. Y en la franja más costera, como en el precioso fundo Trinidad de Ventisquero, cepajes como el Cabernet Sauvignon y Carmenère se reinventan para ofrecer una nueva y extravertida personalidad.

El Cabernet Sauvignon ya no gobierna solo en el Maipo. Ya puede contar con un puñado de nobles caballeros que templan su juicio y velan por el futuro de su reino.

martes, 5 de junio de 2012

Los próximos 30 años de Casablanca

Aunque aún está pagando algunos pecados de juventud, el futuro de Casablanca, este valle curtido por la brisa marina, es ciertamente luminoso: con la consolidación de sus plantas clonales, el desarrollo de tintos de ciclo corto de madurez y el nuevo sueño de Morandé: la creación de una nueva apelación autorregulada para vinos espumosos.

“¿Cómo va a helar aquí si estamos a 18 kilómetros en línea recta del mar?”, respondía con incredulidad Pablo Morandé a un lugareño que le advertía sobre los peligros de plantar vides en Casablanca. No tuvo que esperar demasiado. Esas primeras hectáreas de Chardonnay y Sauvignon Blanc se quemaron hasta la raíces. El valle, una vez más, parecía confirmar un destino con más oscuros que claros, donde el progreso pasaba, burlonamente, siempre por el costado, dejando en ascuas a sus habitantes que vivían, principalmente, de los cereales y la ganadería.

Este agreste y sinuoso valle, que conecta Santiago con el puerto de Valparaíso, no podía desprenderse de su vocación de lugar de paso. De acuerdo al cronista británico George Vancouver, a finales del siglo XVIII Casablanca era “una pequeña aldea donde hay una bonita iglesia, cerca de cincuenta casas y algunas tierras cultivadas y cerradas que hacen contraste con la estéril región que habíamos atravesado”.

La ciudad fue bautizada en 1753 como Santa Bárbara de Casablanca, en honor a la esposa de Fernando VII, quien enviudó sólo cuatro años después de haberse firmado el acta fundacional, y una casona blanca que los historiadores nunca han podido establecer fehacientemente su ubicación y propiedad. Con sus calles de ángulos rectos, y casas de un piso de adobe blanqueado, techos de tejas coloradas o sencillamente paja, era un poblado sin grandes esperanzas, donde los birlochos levantaban polvo y rompían una quietud que amenazaba con eternizarse.

La escasez de agua, que hasta nuestros días representa un dolor de cabeza para los viticultores, impedía que Casablanca floreciera. Pero no sólo eso. Las violentas heladas, que tanto sorprendieron a Morandé, también frenaban el desarrollo agronómico. Así lo registra el Archivo de la Real Audiencia a finales del siglo XVIII: en la llamada Hacienda Lo Ovalle existe un viñedo donde “nunca se vio coger cosechas de vino porque siempre hiela y no llegan a madurar….”.

Sin embargo, esta surrealista calma que persistía encajonada entre sus cerros, también sedujo a familias aristocráticas, políticos, revolucionarios y artistas. No es casualidad que en estas tierras haya pasado sus últimos días el venezolano Luis López Méndez, considerado por el mismísimo Simón Bolívar como el verdadero libertador de América. Tampoco que haya sido la cuna de los presidentes de Chile Manuel y Jorge Montt, cuyos herederos aún continúan cultivando estas tierras. Que haya inspirado a poetas y pintores como Arturo Gordon. Ni que haya forjado el espíritu de San Alberto Hurtado en los campos de Tapihue, donde aún persisten las paredes de barro de su casa de infancia y una cruz de madera que plantó con sus propias manos en una de sus tantas misiones.

Por eso tampoco me extraña que Pablo Morandé haya insistido en su sueño de convertir a Casablanca en un valle vitivinícola, intentando doblarle la mano a un clima veleidoso que poco y nada ayudó a trascender a pioneras bodegas como Viña de Zapata, La Vinilla y La Merced que, en los albores del siglo XX, con más patas que buche, pretendían irrigar las gargantas de los parroquianos con sus astringentes vinos de País.

Hasta que llegó el momento: en 1985 los miembros de la Asociación de Ingenieros Agrónomos-Enólogos quedaron boquiabiertos cuando fueron presentados los primeros vinos casablanquinos en Cousiño Macul. “Parecen vinos de otro país”, comentaron los asistentes, habituados a los blancos cansinos y oxidados del Valle Central. Ignacio Recabarren, entonces enólogo de Santa Rita, asumió el desafío de fermentar estas uvas que desafiaban el sentido común. A los pocos años se instalaron Emiliana, Veramonte, Concha y Toro, Santa Rita y Casablanca. “El valle se convirtió en un fenómeno aspiracional. Ahora todos querían estar aquí. De soñador pasé a triunfador, de loco a consagrado”, me diría más tarde Morandé.

EN SÓLO 5 SEGUNDOS

Ahora, cuando celebra sus 30 años de existencia, el Valle de Casablanca cuenta con 5.680 hectáreas plantadas, principalmente Chardonnay (2.269), Sauvignon Blanc (1.931), Pinot Noir (710) y Syrah (107). Todo ha pasado muy rápido, como en un abrir y cerrar de ojos, recordando, de alguna manera, la primera transmisión telegráfica en 1852, cuando la prensa porteña titulaba: “Casablanca se ha puesto a 5 segundos de Valparaíso”. Entonces, como si fuera hoy, como si fuera un periodista entrevistando a un enólogo, el operario del cable preguntaba: “¿Cómo está el tiempo allá?”. “Está nublado…”, respondían de Casablanca.

Todo ha pasado tan rápido que Casablanca ya sufre los primeros achaques de la madurez. Los vaivenes del precio de sus uvas, el aumento de los costos energéticos y de mano de obra, las millonarias inversiones en instrumentos para prevenir o paliar las consecuencias de las heladas, la sostenida ineficiencia de sus pozos de agua y la pérdida de productividad de sus plantaciones más añosas, afectadas de cuadros virales y nematodos, sin duda son los convidados de piedra de esta gran fiesta de aniversario.

Esta nueva sensación de pesimismo se acrecienta por la irrupción de nuevos valles costeros que le han quitado cierto protagonismo, como su vecino San Antonio, Limarí y Elqui en el extremo norte, y recientemente la costa de Colchagua en la zona central. “En años de rendimientos altos, como fue la cosecha 2009, los precios se fueron al suelo y tuvimos, prácticamente, que rematar la fruta”, me cuenta un productor de la zona.

Sin embargo, la Asociación de Empresarios Vitivinícolas del Valle de Casablanca no se ha quedado de brazos cruzados. A diferencia de otros gremios en Chile, donde los conflictos de intereses diluyen las grandes ideas, las viñas han invertido en investigación y desarrollo. No sólo han empujado con fuerza los cambios legislativos para contar con denominaciones de origen basadas en criterios estrictamente técnicos, sino que han sido pioneros en el establecimiento de una red de modernas estaciones meteorológicas que ha permitido distinguir climáticamente sus subzonas: La Vinilla (818 grados-día en la escala de Winkler), Tapihue Bajo (893), Tapihue Alto (890), Mundo Nuevo (893), Casablanca Centro (821), Lo Ovalle (852), Lo Orozco (823), Las Dichas (751) y Lo Orrego (769).

Estos datos climatológicos, que en otros valles preferirían mantener en estricta reserva, nos ayudan a entender mejor las características de las uvas, pero además abren la posibilidad de que en el futuro se puedan profundizar las apelaciones, yendo más allá, mucho más allá de las recién promulgadas y aún insuficientes menciones de Andes, Entre Cordilleras y Costa en las etiquetas.

Asimismo han contratado estudios para caracterizar aromáticamente sus cepajes más emblemáticos, como Sauvignon Blanc y Pinot Noir, aportando información sistematizada para los asociados y la prensa especializada. “Viene un segundo Casablanca. Esta vez no está sustentado en el olfato, sino por experiencias científicas. Cuando se terminen los estudios de suelo y clima, y comiencen a producir las nuevas plantaciones clonales que se han establecido en los últimos años, Casablanca tendrá un espectacular redescubrimiento. Acuérdense de mí”, anuncia Morandé.

EL FUTURO ESPLENDOR

El redescubrimiento de Casablanca coincidió con el boom de las exportaciones de Chardonnay. Es por eso que continúa siendo la cepa más plantada en el valle. Sin embargo, la selección de sus plantas no fue la más acertada y hoy se están pagando las consecuencias. La mayoría de los viñedos está conformado por el llamado clon Mendoza, una variedad de origen más bien misterioso, y que hoy acusa serios problemas de fatiga de material debido a las virosis y voracidad de los nematodos, que tienen una fiesta aparte en los arenosos suelos de los llanos.

En los últimos años se han replantado muchas hectáreas con clones franceses, y patrones tolerantes a los nematodos, abriendo un nuevo potencial para esta cepa que se ha visto más bien eclipsada por la mineralidad de los exponentes del Limarí, pero, sobre todo, por la irrupción del Sauvignon Blanc. Poco a poco el Chardonnay casablanquino recupera su norte. Con una mejor interpretación de la añadas y de los puntos de cosecha, sumado a una vinificación más respetuosa con la fruta, una nueva generación de vinos más frescos y chispeantes pretende recuperar los amores perdidos.

Sin embargo, es el Sauvignon Blanc la cepa que se ha transformado en la estrella indiscutida del valle. Combinando distintos clones, jugando con las exposiciones, alturas y momentos de cosecha, los enólogos no sólo han sido capaces de mantener una gran consistencia en el rango de los varietales, sino además sorprender con vinos más ambiciosos, algunos de ellos con un paso por barricas o fudres, que buscan y han logrado conquistar nuevos y asombrosos, en algunos casos, umbrales cualitativos.

Junto con la introducción de nuevas cepas blancas, como Viognier, Gewürztraminer y Riesling, que permiten ampliar aún más la paleta de sabores, los tintos todavía tienen mucho que decir en el valle. El Pinot Noir, paso a paso, no exento de dificultades, empieza a reencontrase con su naturaleza, alejándose de los tonos confitados para desplegar los aromas puros, frescos y complejos de la variedad. En este sentido ha sido vital la importación de clones franceses, superando al tradicional clon Valdivieso que monopolizaba los campos, sumado a un necesario cambio de mentalidad enológica que ya no rehúye de la fruta ácida, sino la busca y atrapa en la botella.

Por otro lado, el Syrah de clima frío, tan distinto a los fisiculturistas de Barossa, comienza a sentirse muy a gusto en las lomas graníticas de la cordillera de la Costa. Allí ha desplegado un carácter muy propio y seductor. Con notas de flores y especias, y cuerpos estilizados pero firmes, se ha hecho un lugar a pesar del difícil momento de popularidad de la cepa en el mundo. Cada vez son más las viñas que se atreven con mezclas tintas de Casablanca, buscando nuevos registros aromáticos, profundizando su relación con el terroir, en lugar de optar por el camino más fácil: presionar el acelerador por la Panamericana persiguiendo la madurez de otros valles.

No hay duda: los productores de Casablanca no quieren quedarse atrás y han tomado la decisión de mostrarse al mundo con una personalidad fresca, inquieta e innovadora. ¿Por qué no dar nuevos pasos? ¿Por qué no hacer un espumoso que distinga al valle en su conjunto, con normas que regulen su producción y velen por la calidad de sus vinos, como tan bien hizo el colectivo Vignadores de Carignan en el secano maulino?, se pregunta ahora Morandé.

¿Y por qué no? Hace 30 años Casablanca marcó un antes y después en la historia vitivinícola chilena. Hoy el valle se reinventa para proyectarse con renovadas fuerzas hacia un mejor futuro, pasando, como dice su descubridor, de la juventud a la sabiduría… A un remanso de felicidad.