martes, 19 de febrero de 2013

10 vinos que no quieren (ni pueden) esconder su identidad

Los críticos escriben, casi majaderamente, que Chile es un proveedor confiable, pero que no logra emocionar. Piden más pasión, diversidad y carácter. ¡Piden identidad! Este concepto esencial, camuflado entre miles de millones de litros, hoy no sólo se escucha, sino también se bebe y disfruta en muchos rincones de nuestro país, enseñando un camino, una vuelta a los orígenes, una visión, una declaración de principios, un futuro más luminoso para nuestra vitivinicultura. ¿Quieren identidad? Aquí tienen.

“A la proporción, semejanza, unión e identidad del infinito no te acercas más siendo hombre que siendo hormiga” (Giordano Bruno)

No recuerdo dónde, pero probablemente no era Chile. Tenía otro colorido, otro aroma, otro ritmo. En el antejardín de un castillo que se caía a pedazos –las enredaderas parecían afirmar sus antiquísimas paredes-, sorteábamos el calor del verano bajo la sombra de un frondoso roble, descorchando lánguidamente una docena de vinos de distintos orígenes. Las botellas chapoteaban en una gran cubeta. Y el agua, sin preámbulo amoroso alguno, fueron desnudando las botellas, dejándolas totalmente expuestas, sin sus etiquetas, sin sus “identidades”.

-¿Cuánto pagarías por este Sauvignon Blanc? –le pregunté al dueño de casa, quien intentaba, tan sólo con sus sentidos, descifrar el origen y estirpe del vino.

No se atrevió a darme una respuesta categórica, quizás temiendo mandar al infierno –léase el primer nivel de una góndola de supermercado- su propio vino. Queda claro –más claro que el agua- que las etiquetas no sólo grafican un país, una región o un productor, sino además predisponen las opiniones de los consumidores e, incluso, de los más conspicuos wine writers. Son pocos los que se atreven a ariscar la nariz frente a Grand Cru Classé. O por el contrario: son aún menos los que elevan hasta las nubes un vinito simple, villano, sin denominación alguna.

Las marcas pesan, y mucho. Demasiado. No lo sabrán los visionarios franceses, quienes hace más de 250 años crearon sus aristocráticas menciones de calidad, inaugurando la lucrativa especialidad del marketing de vinos. No lo sabrán algunos productores chilenos, quienes hoy invierten millones en organizar catas por el mundo, enfrentando a ciegas sus más emperifollados vinos con los grandes clásicos de Francia e Italia.

Estas botellas, que se deshicieron de sus etiquetas en esta especie de pila bautismal, encierran una gran paradoja. Perdieron sus pelos y señales, es cierto, pero en modo alguno sus identidades. A través de sus aromas, de sus estructuras, de sus personalidades, nos transportaron hacia el pasado, nos hablaron de diferentes historias, nos transmitieron, con menor o mayor certeza, sobre sus variados e (in)dignos orígenes.

(Imagínense a un flying winemaker buscando infructuosamente su pasaporte frente al counter. Probablemente lo olvidó sobre su cama. Quizás en el asiento trasero de su limosina. Mon Dieu, seguramente no podrá abordar el vuelo programado, pero en ningún caso dejará de ser Michel Rolland. Con o sin documento de identificación, con o sin su currículo a cuestas, plasmará en el aeropuerto los rasgos que lo constituyen como persona y profesional).

Vivimos una época donde la gente está obsesionada por el origen, la trazabilidad, la autenticidad. Ya no basta con un pesado y elegante packaging. Tampoco con ensayar una oda nerudiana en la contraetiqueta. Ni –me atrevo a decir-con un producto bueno, bonito y barato. Los consumidores, cada vez más exigentes, cada vez más empoderados, cada vez con más opciones en las estanterías, exigen saber lo que están comprando: de dónde viene, cómo fue hecho, quiénes son sus productores, cuál es su huella de carbono, cuál es su historia, cuál es la filosofía que subyace, constituye e identifica a un vino como tal.

JUEGO DE CONTRARIOS

No hay duda: la identidad está ligada a la historia y al patrimonio cultural, por lo tanto no existe sin la memoria, sin la capacidad de reconocer el pasado, sin esos elementos simbólicos que la constituyen y marcan su futuro. Identidad es la expresión de un origen, de un estilo de vida, de una memoria histórica, de una forma singular de hacer las cosas. Es una palabra latina hermosa, enigmática, que nos impone un notable juego de contrarios: por un lado, nos habla de semejanza, de igualdad, de rasgos comunes. Pero, por el otro lado, también nos habla de singularidad, de exclusividad, de todos aquellos elementos que nos diferencian del otro y nos convierten en únicos.

En las últimas décadas, las oficinas estatales y los gremios enfocados hacia las exportaciones, se han rebanado los sesos intentando descifrar una identidad chilena para conferirle valor agregado a sus envíos. La tarea parece titánica, pues los estudios señalan una casi total ausencia de una imagen-país en las mentes –y corazones, me temo- de los consumidores del mundo. En otros países, como Italia, Francia o Argentina, todo parece más sencillo. Es la imagen-país, con todos sus simbolismos y asociaciones, la que se traspasa a sus diferentes productos culturales, como música, arquitectura, gastronomía, vinos, etc. En Chile, en cambio, frente a esta imagen imprecisa, el flujo funciona al revés. Los vinos, uno de los pocos productos chilenos que llega a la mesa del consumidor, tienen la gran oportunidad, quizás la responsabilidad, de dotar o esbozar un sello identitario.

Pero, lamentablemente, muchos influyentes críticos del mundo asocian los vinos chilenos a grandes producciones, a volúmenes, a vinos estandarizados, provenientes de una industria –sí, de una industria- que cometió el error de posicionarse como un excelente proveedor de best values. Aprovechando las aptitudes vitícolas de sus valles, concentró sus esfuerzos en elaborar productos correctos y, en ciertos casos, potenciados por marcas potentes y globales (son los menos, incluso caben en un casillero). Esta estrategia hizo ganar en market share, de eso no hay duda, pero el país perdió algo de su esencia, de su tradición, de su historia, de su carácter distintivo.

Actualmente, cuando las nuevas tendencias de consumo reclaman por identidad, por productos con un claro y marcado sentido de origen, la industria chilena debe hacer un alto y replantearse algunos conceptos. Primero, que la vitivinicultura chilena no nació en los años noventa, sino tiene una historia de casi 500 años. Segundo, no avergonzarse de esa historia –aún no me explico cómo no hay un moderno e interactivo museo del vino en Santiago- y mostrarla al mundo con orgullo. Y tercero, atreverse a ser diferente, díscola, atrevida, innovadora, auténtica, escuchando más sus propias convicciones que las fanfarronas sentencias de los gurúes de moda.

El concepto de identidad diferenciadora no va por hacer vinos raros, como una mezcla de uvas de distintos valles, desde Huasco hasta Malleco, y rotularla como Chilenísimo (sorry, si alguien ya la está desarrollando). No va con plantar en lugares imposibles sólo para mostrarse radicales, revolucionarios o temerarios. Tampoco con hacer una selección de una selección de una selección de un viñedo y llamarla atomic-terroir. Ni menos replicar a la pata los vinos del siglo XVI y sus históricos efectos en los hígados coloniales.

Identidad tiene que ver con proyectar la esencia de un lugar determinado, esa mágica conjunción entre cepa, suelo y hombre. Identidad tiene que ver con autenticidad. Identidad tiene que ver con diversidad. Identidad tiene que ver con cultura. Identidad tiene que ver con innovación. Identidad tiene que ver con humildad (anteponer la naturaleza sobre el ego del hombre… y de la mujer). Identidad tiene que ver con futuro. Identidad tiene que ver con dejarse llevar y no rebanarse la cabeza intentando descifrarla.

Antiyal Viñedo Escorial Carmenère 2010

Con su primera cosecha en 1998, Antiyal dio un golpe al status quo. No sólo optó por el Carmenère en tierra de Cabernet Sauvignon, sino fue la primera viña en asumir la filosofía biodinámica y la moral garajista. La viña, el proyecto de vida del enólogo Álvaro Espinoza y su compañera Marina Ashton en el Maipo, sin duda abrió el camino para otros emprendimientos personales y familiares, demostrando que los vinos a escala humana son un proyecto posible y, con paciencia y convicción, también puede ser rentable. Sin embargo, hay algo que no me cuadraba totalmente. Me hacía falta un vino que no recibiera fruta de otros campos, que profundizara en este ecosistema de estrellas, piedras redondas, compost, animales y preparaciones homeopáticas. Con Viñedo El Escorial Carmenère, fermentado en huevos de cemento, la deuda está más que saldada. Es un vino con mucha tipicidad, jugoso, que no esconde su carácter especiado, sino que lo exulta y celebra.

Sol de Sol Chardonnay 2009

Fue intuición, pero también disciplina. Felipe de Solminihac constató que el campo de sus suegros en Traiguén, a 650 kilómetros al sur de Santiago, se encontraba a una latitud similar a la neozelandesa. ¿Y por qué no? En 1996 plantó 5 hectáreas de Chardonnay, introduciendo un punto verde en un infinito amarillo de trigales. Sol de Sol es hoy un vino que exuda carácter y fineza. Con una madera en retirada, que hace resaltar aún más sus frutos blancos y tropicales, sostenidos por una acidez rica y cristalina, con un altísimo porcentaje de málico, abrió el horizonte para una nueva generación de Chardonnay y otros blancos que hoy exploran el sur profundo con entusiasmo y decisión. ¿Qué tiene de identitario producir un vino en una región donde no hay vino?, se preguntará más de alguien. La identidad es dinámica y está entrelazada, firmemente, con la innovación.

RE Cabergnan 2009

Pablo Morandé es un pionero con todas sus letras: participó en la génesis de Don Melchor -el clásico de los clásicos chilenos-, descubrió el valle de Casablanca, empujó la viticultura orgánica, los vinos de cosecha tardía, el regreso de las plantaciones en alta densidad. Y ahora vuelve a sus orígenes familiares, a los suaves lomajes del secano de Loncomilla, no para replicar el vino que hacían sus abuelos, sino para reinventarlo. Con sus hijos Pablo, Macarena y Piedad, y una bodega subterránea en Casablanca donde fermentan sus uvas en tinajas de greda y concreto, remece la crítica con RE Cabergnan, una mezcla de secano con un 80% de Cabernet Sauvignon y 20% de Carignan, colmada de frutos negros y flores silvestres, que reactualiza y profundiza el carácter de esos vinos de antaño, que olían a paisaje agreste, barro, historia y emoción. RE es un referente donde se funden armoniosamente identidad e innovación.

Casa Marín Cipreses Vineyard Sauvignon Blanc 2011

Cuando María Luz Marín concibió su viña en Lo Abarca, a sólo 4 kilómetros del mar, muchos esbozaron una sonrisa de escepticismo, la que se transformó rápidamente en incredulidad al constatar el alto precio de sus vinos. Pero la enóloga perseveró. Y Cipreses Vineyard Sauvignon Blanc, proveniente de un viñedo plantado en 2000 que encara directamente la costa del Pacífico, no sólo se ha transformado en un referente de la categoría, sino ha empujado a otras viñas a escalar nuevos peldaños cualitativos en esta cepa y a descubrir nuevas zonas a lo largo de toda la franja costera de Chile, como Elqui, Fray Jorge, Chilhué, Zapallar y Paredones. Con sus notas profundamente minerales, y una personalidad vertical y filosa, es un vino que grita su origen, que cuenta la historia de una pequeña y empobrecida localidad del secano costero, que asoma con orgullo entre sus áridos lomajes y las olas, que ruega por el viento y la lluvia.

Clos de Fous Cauquenina 2011

Son cuatro locos (Paco Leyton, Francois Massoc, Pedro Parra y Albert Cussen) que decidieron remar contra el mainstream, sin más pretensiones que dejar que la uva se exprese libremente, sin mayores intervenciones enológicas, exaltando el espíritu de sus distintos orígenes. Cauquenina es una mezcla de Malbec, Carmenère, Carignan, País y Syrah. Un vino simple y complejo a la vez. Rústico, alegre y perfumado. Vinificado en el INIA de Cauquenes, el epicentro de la cepa País y la más tradicional cultura de secano, reúne en un mismo vino la porfía de una forma de vida que se niega a morir, que lucha contra la tiranía del mercado, que intenta conectarse con una nueva generación de consumidores, que busca, aunque sin mucha suerte, un vino que simplemente les haga sonreír.

De Martino Viejas Tinajas Cinsault 2012

Con su modesto slogan “Reinventando Chile”, De Martino ha liderado el cada vez más numeroso movimiento que busca (y encuentra) olvidados rincones para elaborar vinos con un marcado sentido de origen. Renegando de los estandarizados gustos impuestos por algunos gurúes de la crítica, incluso del uso de las barricas nuevas, Viejas Tinajas Cinsault es un vino que resume y profundiza su filosofía vitícola y enológica. Rescata una cepa y un valle como Itata, menospreciados por la posmodernidad, y los sitúa en un nuevo escenario, con mucho más luces que sombras. Con sus notas terrosas, fruta roja, alegre y vibrante, este vino elaborado por Marcelo Ratamal hace justicia a nuestra tradición vitivinícola fundacional y amplifica las voces de productores locales como De Neira, Piedras del Encanto y Casa Nova, que han cultivado estas cepas tradicionales desde que se inventó la memoria.

Gillmore Vigno Carignan 2009

Fue la viña que continuó el camino emprendido por la Cooperativa Vitivinícola de Cauquenes, etiquetando con orgullo el primer Carignan moderno en 1995. Gillmore fue fundamental para rescatar la cepa del anonimato –antes permanecía diluida en dudosas mezclas graneleras- y mostró sus mejores atributos: expresivas notas de guindas sureñas y flores silvestres, siempre bien apoyadas por una conmovedora acidez. Su enólogo Andrés Sánchez es uno de los principales motores y presidente de Vignadores de Carignan, una agrupación de 12 productores que se han unido para rescatar y dar a conocer al mundo el patrimonio vitícola que representan esas viejas parras de Carignan y la tradición del secano maulino. Vigno Carignan 2009 es un símbolo de carácter, tradición y espíritu colaborativo.

La Fortuna Sans Soufre Malbec 2012

Lontué, hasta bien entrado el siglo XX, era una de las denominaciones más prestigiosas de Chile. Pero se fue quedando. Cediendo espacio ante Maipo y Colchagua. Perdiendo su protagonismo. La Fortuna, pionero en la producción de Malbec en Chile y viticultura orgánica, quiso reactualizar el mito. ¿Cómo? Volviendo a los orígenes, produciendo un vino sin anhídrido sulfuroso, sin levaduras comerciales, prácticamente sin intervención humana. Según su enólogo Claudio Barría, el objetivo es que el vino exprese fielmente el terroir microbiológico del viñedo. ¿Y el resultado? Un vino de cautivadora simpleza, ligero, jugoso y refrescante, que se desmarca, escabulle y saca la lengua a los corpulentos Malbec del otro lado de la cordillera.

Miguel Torres Estelado Rosé

Lo confieso: tenía mis dudas. Pensaba que era un despropósito hacer burbujear una cepa tan tánica, tan rústica como la País. Tampoco ayudaron los exagerados reconocimientos oficiales (y oficiosos) cuando el proyecto aún estaba en ciernes. Fue como celebrar un gol cuando la pelota aún no estaba en movimiento. Sin embargo, el gran trabajo del enólogo Fernando Almeda terminó por convencerme. Su Estelado País tiene mucha identidad, fineza y carácter, que expresa y lleva a nuevos bares el potencial de esta cepa canaria y fundacional, dándole valor agregado, haciéndonos que, definitivamente, se nos suban las burbujas a la cabeza.

Zaranda Moscatel 2012

El mercado lo pide: hoy todos están ensayando vinos blancos aromáticos para satisfacer una creciente demanda, comprando kilos de Gewürztraminer y de otras cepas con impronunciables nombres. Pero en Itata, sin duda una de las zonas más hermosas del Chile vitivinícola, ha subsistido durante siglos la tradición del Moscatel (o Uva Italia, como la llaman) seco, fragrante y fresco. Juan Ignacio Acuña, un chef con formación de sommelier, colgó los sartenes para rescatar el patrimonio vitícola familiar en Guarilihue, representado por viñedos de más de 100 años, plantados en cabeza en esos suaves lomajes que suben y bajan ante un boscoso horizonte. Zaranda es un Moscatel muy cítrico y floral, que muestra un camino, que invita a beber hasta la última gota, que reactualiza y lleva a una nueva dimensión esta antigua tradición campesina.